Teresa García Llobet – Barcelona – 25/03/2019
Una de las convicciones más tempranas entre los académicos de laética ambiental es que había que volver a pensar la relación entre el hombre y la natura porque la tradición filosófica, moral, científica o religiosa seguida hasta ahora era parte del problema ambiental global en el que nos encontramos. De aquí un rechazo de la racionalidad por parte de una parte del ecologismo radical, substituido por un discurso basado exclusivamente en valores morales.
Hay quien ve el origen de los valores morales que han permitido este pillaje masivo de los recursos naturales en la victoria del cristianismo en occidente, substituyendo el paganismo de la antigüedad donde todos los seres vivos existían por sí mismo y se relacionaban con el hombre, por un mundo donde el hombre está arriba de la jerarquía y puede disponer de una natura relegada a una posición secundaria e instrumental. La ética ambiental moderna busca superar este sistema moral antropocéntrico y substituir esta visión delhombre-rey-depredador por otra, darwinista, donde el hombre es un compañero de viaje de las demás especies en la evolución biológica global.
Todos los seres vivos tienen un valor propio: animales, plantas, organismos unicelulares, etc... Porque desarrollan un proyecto vital de conservación de su propia vida y de reproducción independientemente de toda consciencia humana. Y al mismo tiempo, los individuos están integrados en poblaciones ocupando nichos ecológicos, dentro de comunidades superiores, dentro de redes de ecosistemas vinculadas entre ellas. La cuestión es entonces de determinar dónde radica el valor moral superior: en el individuo o en su comunidad. Todos los seres vivos tienen un valor propio: animales, plantas, organismos unicelulares, etc... Porque desarrollan un proyecto vital de conservación de su propia vida y de reproducción independientemente de toda consciencia humana. Y al mismo tiempo, los individuos están integrados en poblaciones ocupando nichos ecológicos, dentro de comunidades superiores, dentro de redes de ecosistemas vinculadas entre ellas. La cuestión es entonces de determinar dónde radica el valor moral superior: en el individuo o en su comunidad.
La ética ambiental y animal moderna construye un discurso que emana principalmente de organizaciones basadas en las grandes urbes nuestras, siendo curiosamente poco crítica con los impactos de la urbanización. Se ha preocupado en primer lugar de los lugares donde más fácilmente se pueden observar las manifestaciones naturales las más alejadas de la intervención del hombre. De allí una mitificación de lo salvaje (wild/wilderness/rewilding), impoluto, incontrolado, inaccesible a la mano humana. Una especie de virginidad desagrada para cualquier actividad humana, que se convierte en mala, anti-natural, indeseable y que debe erradicar-se.
Ecologismo radical y animalismo; los grandes pecados!
Así que desde el epicentro de la fuente más grande de pecados sociales y ambientales, el ecologismo radical, con el animalismo de comparsa, desarrolla un discurso moralizador imponiendo valores nuevas ajenas a las culturas actuales, en lugar de buscar un compromiso que permita una cooperación por el bien del medio-ambiente o de los animales. El resultado es una fuga de todas las partes frente a una responsabilidad común de gestionar el mundo que compartimos. Y la gran dificultad de comunicar, de dialogar, cuando las premisas sobre las que se basa esta visión son tan alejadas de la racionalidad con la que tratamos habitualmente los temas ambientales. Quien rechaza esta visión, estos valores, se convierte inmediatamente un pecador, un enemigo, un antiguado-atrasado, y pierde toda credibilidad presente y futura. Es un radicalismo totalitario, que no busca convencer sino vencer y no acepta ninguna alternativa a su visión.