La Pluma del Pintor

La reina, al salto.

Enric Vélez - Àger - 13/03/2019

La perdiz roja brava se está acabando

Atrás quedan la historias, ya ni sé si ciertas o no, que nos contaban los padres, los abuelos y los viejos del pueblo, la mayoría hoy difuntos, donde un cazador en una mañana volvía casa después de tres horas faenando, o bien porque ya había vaciado la canana o porque ya llevaba una docena de perdices en el zurrón. Atrás quedan también aquellos vuelos de veintitantas que salían, uno detrás de otro, en cada campo de trigo, en cada viña, agitados.

La perdiz roja brava, la de genética pura, la que seguro comparte ADN con el Tyrannosaurus rex, se nos acaba. A cambio nos ha venido un mal sucedáneo de plástico, un muy mal imitador. Los criadores, como los padres de un niño bobo, se empeñan en defenderla: que si vuela muy bien, que si como las buenas, tampoco aguanta,… pero nada de nada. Es que ni estéticamente. Cierto es que con el medicamento adecuado en el pienso (a base de vitaminas y colorantes) consiguen enrojecer patas, pico y ribete periorbitario, pero ni de lejos es el púrpura intenso de nuestras apreciadas salvajes. Les faltan los brotes tiernos sabiamente seleccionados en cada estación, los granos de plantas silvestres minuciosamente elegidos, las lánguidas horas de siesta bajo el sol, los baños de arena, el ácido fórmico de ciertos insectos y las piedrecitas y minerales que un día la madre les hizo probar antes de la primera muda de plumaje.

Curioso este pequeño cerebro, de apenas el tamaño de una almendra, donde se acumulan entrelazadas miles de enseñanzas: los transmitidos por los progenitores durante la etapa de pollos y los aprendidos durante sus duras existencias. Los padres les enseñarán a aplastarse y fundirse con el suelo cuando el punto minúsculo arriba del cielo es la silueta recortada del baharí y, muy por el contrario, ni inmutarse cuando los sobrevuela la afilada figura del alcaraván o la sombra lenta de la avefría. También a encontrar la gota de agua del rocío por la mañana bajo las hojas de los lirios y los cebollinos, a peonar tan velozmente como sea posible tras oir el ultrasónico cric-cric de la madre y evitar el vuelo, mientras el padre gallo espera con temple que lo sobrepase el peligro a la distancia justa para arrancarse piando ruidosamente hacia la dirección contraria, proporcionando a la familia unos preciados segundos de ventaja con la indecisión generada. Cuántos viejos perdigones entregarán así la vida para salvar a madre e hijos! Qué lección de sacrificio y de nobleza dejarse matar para curar la prole y con qué incuestionable determinación toman tan valiente y arriesgada decisión. Sin embargo heredarán el conocimiento de los refugios seguros, los «perdidos» que dicen los castellanos, hacia donde dirigir el vuelo raso cuando el temido perseguidor muestra su faz más agresiva y tenaz. Sabrán, fruto también de las enseñanzas, encontrar la colina a sotavento donde pasar las noches agrupadas, al abrigo de la luna, dormidas por silbar del disparo. El cazador experto encontrará las colinas de deposiciones dejadas durante la noche y podrá saber las costumbres y contar los miembros del bando, no haciendole falta verlo, y con mucha mayor precisión con los rebolcaderos, ya que durante el baño de arena, siempre algunas sestean o permanecen vigilando y no dejan la huella de su existencia. La textura de las heces del primer trazo o los plumones que flotan los recientes pocillos, si es que los hay, del segundo rastro, mostrarán a quien las persigue al tiempo que hace que estuvieron.

perdices híbridas

La colina que siempre ha tenido perdices siempre las tendrá. Aunque se exterminen las que hay. Esto es fácil de comprender: los buenos lugares no los son a capricho, sino por algo más. A buen seguro tienen ricos sembrados y agua cerca, buena atalaya desde donde otear y desde donde gritarle al campo que aquel condado tiene amo, un buen fuerte inaccesible donde atrincherarse si se hace necesario y una zona geotérmicamente apetecible, con umbrías y solanas donde reposar. Este pequeño Edén siempre será conquistado por el más poderoso de los machos y atraerá la más capacitada de las hembras con la que criará un numeroso vuelo. Pero será un terreno muy deseado y, cuando el patriarcal guerrero decaiga, uno más fuerte lo expulsará para formar nueva familia, en un círculo de recambios que nunca acabará. Ya entrado el febrero, el nuevo celo disgregará los componentes y los jóvenes marcharán a explorar nuevos territorios movidos por el instinto de alejarse (creado por la evolución para no generar consanguinidad) o a golpes de pico y espolón del padre quien, enardecido, no puede gobernar su ganas de enamorar.

Tanto el cazador como el perro tienen que tener calma, tenacidad y simbiosis

El buen cazador sabe, mirando el mosaico del paisaje, que monte o qué collado tendrá un bando y, con un poco más de imaginación, hacia qué fuerte las meterá si sabe entrarlas y si, lógicamente, la jugada le sale bien. Esta parte de la estrategia es fundamental si se pretende hacer alguna cosa productiva en tierras desconocidas y la capacidad para diseñarla es una ventaja mucho mayor que el ser buen tirador o el tener muy buenas piernas. Se tiene que hacer el esfuerzo de pensar lo que tú harías si fueses una perdiz. Y después comprobar. Los éxitos enseñan tanto como los desbarajustes, pero lo más importante es no desmoralizarse.

El perro también tiene que ser diestro. La buena nariz sólo para el cobro. Para encontrarlas de inicio, todas agrupadas, no le hará tanta falta. La calma, la tenacidad y, sobretodo, la simbiosis con su amo, son, sin duda, mucho más importantes. El cazador con su destreza y experiencia lleva el perro a la zona donde supone que ellas pueden estar. El perro tiene que localizarlas e indicarle al cazador dónde están. No es necesaria la parada o muestra que, con las bravas, cuesta de conseguir, pero sí que tiene que saber esperar al compañero e intentar levantarlas hacia donde la escopeta pueda mirar. Un buen perro sobra; dos, mucho han de saberse respetar y, además, hay que saberlos gobernar. Más de dos hacen esta caza prácticamente imposible. El cazador al salto busca selectivamente y con precisión quirúrgica los lugares donde, dependiendo del momento del día y del tiempo, cree que puedan morar la rojas, pero no bate el terreno, camina con sigilosa marcha y en absoluto silencio. No caza espantando, sino sorprendiendo la pieza. Si es que puede, claro, porque, en esta partida de ajedrez, las negras también juegan.

La perdiz brava no vive, sobrevive, como las otras bestias salvajes, en un paisaje que conoce a la perfección desde que nació y donde, indefectiblemente, morirá. Identifican sin ninguna dificultad cualquier otro habitante de sus campos y, al igual que nosotros podemos, con un mínimo de adiestramiento, diferenciar por el canto un verdecillo de un carbonero común o, por el vuelo un cernícalo de un alcotán, ellas son muy capaces de reconocer todos sus vecinos y, por descontado, también aquel malintencionado visitante que viene esporádicamente con la escopeta al hombro y el perro perdiguero.

perdices bravas

La perdiz escamada huye de batalla, como los viejos machos de jabalí, al sólo sentir el cerrar de la puerta del coche o tan pronto como nos ve aparecer en el horizonte. Recuerda seguro el plomazo que, después del enorme estruendo, hizo descolgar del bando, fulminado, a su hermano. Y no lo olvidará jamás. Si llega el caso sabrá con los microsonidos y los ojos bien abiertos, explicarle a sus hijos que eso que sube la sierra, pequeño y torpe, pisando el campo ensordecedoramente, trae la muerte en las manos si no te apresuras a poner tierra y obstáculos entre medio.

Al contrario, la que llevando o no genes de chukar, ayer tenía un bebedero amarillo a derramar de agua limpia y una tolva metálica llena de granos ya pelados, cuando la sueltan en la sierra, está servida. Muerta de hambre y sed, sin saber encontrar con qué llenar el buche, se irá sintiendo débil, hambrienta y sola. Las gélidas noches de la temporada harán el resto y la abrazarán con el hipotérmico desenlace. Eso si antes los ruidos de sus intestinos vacíos no llegan al finísimo oído de la gineta o su aroma de pollo urbanita no viaja con la brisa hasta la nariz del raposo. Y si viene el hombre con el perro, mirará absorta cómo este se le acerca i, después, al no reconocerlo, le entrará el pánico i se aterrará, paralizada. Tan sólo con las patadas de éste a su escondite y los empujones de trompa de su cuadrúpedo acompañante, se le despertará del fondo de su alma la remota brizna que le queda de su ancestral instinto, el justo para levantar el último vuelo, rectilíneo y alto, antes de caer reventada. Que hasta en el caer la brava sabe ser brava y, si le queda un respiro de vida, correrá como alma que lleva el diablo alejándose tanto como pueda hasta que, o bien se sienta segura, o su corazón decida apagársele para siempre.

El cazador auténtico no cuenta cuántas, explica una.

El cazador auténtico huye de las sueltas y del número. Para comprar carne ya tiene la tienda. Y, de hacerse con más o con menos, no le va. No cuenta cuántas, explica una. No ve caza, la siente. El perdicero al salto tiene la gran suerte de disfrutar de cada detalle de los que otros ni piensan. Interpreta lo que le dice su perro, intenta entenderle la mirada (y viceversa), sabe descubrir si estaban (el perro toca) i hacia donde van. Sabe cuándo el perro le dice que están cercanas (el caliente) y tiembla si su compañero se queda petrificado. Prolonga la mano en forma de tiro enviando súbita hostia, salta al ver derrumbarse la reina y llora al ver como su fiel aliado, loco de contento, se la entrega en mano. Después acaricia la pieza, la huele, la mira con ternura y, respirando profundamente a la vez que llena sus retinas de paisaje y de tiempo, dulce y salado, se enorgullece… y se arrepiente. En extraño ritual la guarda en el bolsillo del chaleco (nunca se la cuelga) y la recuerda cuando la despluma para cocinarla, y después por y para siempre.

El cazador de reinas no quiere ninguna foto. Tampoco las llevará a enseñarlas al bar. No compite con nadie que no sea con ellas y nunca sin su aliado. No necesita a nadie más a su lado. Busca la soledad del campo en compañía de quien sin hablar le habla, y disfruta de transponer sierras y campos, oliendo tomillos y romeros, lamido por nieblas y escarchas mañaneras, y dorado por el sol, tímido y apagado, de las largas jornadas de invierno.

El día en que ya no se pueda perseguir a la reina, él y su perro de repente se sentirán viejos y, entonces sí, lo podremos encontrar, triste y solitario, en cualquier bar, sosteniendo ausente un vaso de vino, ahogado en el fango de su propia incertidumbre.


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