Enric Vélez – Barcelona – 24/08/2019
Con las bajas presiones, como cuando preludia tormenta, me viene a menudo la migraña. Como jabalí receloso busco las sombras, la oscuridad y el silencio. Las píldoras vasoconstrictoras que debo tomar me disminuyen el riego cerebral y entro en un estado de estupor que se parece mucho al sueño. Esto me tele transporta al reino de la narcosis, al mundo de la quimera donde se mezclan deseos, recuerdos y fantasía.
Los valores se transmiten de generación en generación
Hoy he vuelto a la niñez y he vuelto a sentir las fascinantes conversaciones con mi tío y mi padre sobre la caza antigua; a las historias que, con voz suave y pausada, esculpían mi cerebrito inmaduro amoldando el mármol de mi forma de vida.
Los ancestros vivían en el norte peninsular, en la remota zona de la estepa cerealista, ya inmersos Montaña Palentina, en el borde de las Llanuras de Burgos y cerca de los verdes valles de Cantabria. Tierra de osos y lobos... y de mucha codorniz.
El abuelo, que ya traía el gen incorporado de serie, murió cazando. Mi padre me explicaba que un día salió a cazar liebres y tardó tres días y tres noches en regresar a casa. Acababan de caer las primeras nieves y el día de la gracia representaba una oportunidad que no se podía dejar escapar. Entonces la nevada sería interminable, y el más de un metro y medio de nieve duraría largos meses dejando la caza totalmente impracticable. La ropa era muy precaria, rodeaban las piernas con trozos de pana atados con cintas de cuero y el calzado no era impermeable, la cual cosa dejaba los pies en contacto con la cruda naturaleza. Llegó temblando, con dos liebres regulares, se estiró a la cama y nunca más se despertó.
En el pueblo, que ahora descansa muerto bajo el pantano, sólo había dos escopetas: la del cura y la de él, que era el alcalde. Sin embargo, de haber más no se hubiera echo mucho uso. Los cartuchos, por supuesto recargados, eran un verdadero lujo.
Ir pensando porque sin existir «cupos» ni normativas, ni había tanta caza: todo era salvaje, por lo tanto duro, y la presión que se ejercía sobre ella, prácticamente inexistió.
La alternancia de los cultivos fue clave para la biodiversidad
Las grandes extensiones de cultivo estaban totalmente parceladas y la enorme alfombra vegetal alternaba cereales con linos y remolachas, lindes de lamiacias y piornos, chorros de agua gélida y pura, mierdas de vaca de labranza y almas de tanta vida fundida desde los albores de la Tierra.
Si intentáis cerrar los ojos en parajes similares, rápidamente sabréis a qué me refiero. El campo habla y seduce: despliega los cantos corales de totovías, boscarles y codornices, totalmente a capella; y emana el perfume de la lavanda, de la manzanilla, de la siega de las avenas o simplemente del suelo mojado después de la lluvia. Se puede sentir la frescura en las mejillas al amanecer del otoño o como pican los antebrazos arremangados bajo los primaverales mediodías.
Ahora el campo llora en silencio. Cierra tus ojos y siente su silencio, roto si es apropiado por el sonido de algún mirlo.
¡300 codornices en un día!
Mucho antes de que la guerra revolviera la historia, embotellados en los primeros coches que pisaban la meseta castellana, venían en excursión anual ubérrimos madrileños y bilbaínos, atraídos por la plétora de las codornices, a «practicar» auténticas matanzas. Decía el tío que un cazador que se prestara, si disponía de un perro medianamente adiestrado, podía hacer trescientas en una única jornada. Y sin perro, pateando trigos y rastrojos, fácil que superara las cincuenta, tal era su abundancia. La fama corrió como la pólvora y en pocos años los ferrocarriles venían cada vez más cargados de cazadores de toda la península en un crecimiento proporcional al del vaciamiento progresivo de sus zurrones. Hacia los años 70, según me explicaron, media docena era una buena percha. Esto, técnicamente, ahora se llama efectos de la sobrepresión. Y tan pronto como corrió la fama, por carta o en viva voz, se esparció la decepción. Las codornices, reñidas y escamadas, cogieron la costumbre de marchar.
Y cuando exploraron la reconquista del territorio perdido, el hombre de progreso hizo dos cambios importantes:
- La concentración parcelaria, que destruyó los lindazos y creó los monocultivos, lo que equivale a eliminar los refugios y la variedad de alimentos.
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- La consiguiente y ya posible sustitución de la hoz manual por la rápida cosechadora con la que se devastaba el refugio a descomunales pasos agigantados. Las cosechadoras supusieron la gran aniquilación de nuestras "pequeñas" queridas. Cuando la cosecha de extensiones kilométricas se hacía a mano, las codornices tenían todo el tiempo del mundo para desplazarse un poco y acampar más allá de manera tranquila. Podían incluso volver a los pocos días sobre el terreno ya cosechado, tan pronto como habrían crecido las malas hierbas porque la temporada de siega duraba meses. Con la maquinaria pesada, que trabaja día y noche (algo que ya representa una masacre de nidos, pollos y adultos), en cuatro días queda el campo desnudo de refugio; desnudo de vida.
Por si fuera poco, algún genio, no mucho después, importó los insecticidas, en constante evolución de potencia y espectro cada vez más ampliado. También llegaron las semillas endurecidas y de crecimiento rápido, las enfermedades introducidas por la producción en granjas, las sueltas incontroladas de híbridos, ... ¿Qué os tengo que decir ?.
Las codornices siempre vuelven. Primero los machos y luego las hembras.
Pero a pesar del duro viaje, a pesar de las dificultades que las hemos puesto, a pesar de los cambios del clima, a pesar de que la desorbitada y no reglamentada caza africana con los medios no selectivos y de exterminio (redes invisibles, redes japonesas y otros), a pesar de todo , como los salmones, las aquí nacidas, como programadas, vuelven perseverantemente a su patria natal a procrear y cerrar el círculo de sus memorables existencias. Qué prodigio de adaptación! Por extraño que nos parezca, cada año, como un milagro deseado, nos vuelven a visitar.
Las pequeñas rechonchas nos llegan veloces, saltando desde Marruecos y Argelia, en breve; cabalgando cerca las olas, perseguidas por el mediodía y por el "llebeig". Los más tempranos: los machos, rápido se apresuran a hacer suyos los mejores parajes donde conquistar las hembras, más rezagadas, a las que bajarán del negro cielo al son de la nocturna serenata.
Si el atractivo es suficiente, no será una escala sino una parada, para que la subida llegue tan arriba que los hombres, si emularan su travesía, sentirían tres idiomas diferentes.
Del pito y la red hasta el perro de muestra
No es ésta una especie fiel ni por parte de uno ni por parte del otro, eso me lo enseñó hace muchos años un cazador y amigo jienense (si que sabía aquel hombre!) De quien aprendí los más guardados secretos de la caza del macho con el reclamo de hembra.
La alta promiscuidad bilateral de nuestras «gordinflonas» las incita a copular ellos con muchas de ellas y ellas con muchos de ellos, en muy pocas horas y sólo al aterrizar de su largo viaje.
Pero a pesar de la disposición al putiferio con el tema de chipadarlas, no es nada fácil engañar a quien quieres y cuando quieres: cazar un corzo no cuesta mucho pero cazar el corzo que quieres es otra cosa. No sé si me explico?
Las manos expertas del pianista deben tocar perfectas cada estrofa (contacto, consigna, recepción, etc.) y con el tono e intensidad que cada ave requiere, en todo momento de la obra. El viejo zorro me decía: –Es como colarse en una orquesta que ya haya empezado a tocar, coger el instrumento dominante y tocar tan bien que nadie se dé cuenta de que has llegado y que eres foráneo. Y hacerlo tan bien que termines dirigiendo tú la orquesta-.
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Cuántas noches de luna disfrutando de los sobrevuelos. Cuántas tardes temblando al ver abrirse el trigo por el ciego venir del galán en serpenteante camino hacia la pequeña red. Qué alegría llevarlo hasta la barbilla donde, pegadas las manos en el engaño, chocan dos pequeños ojos con los dos nuestros. Aún ahora puedo sentir el «ma-mau» que me pone la piel de gallina y el arranque cuando abres la mano para que el estafado vuele. Qué remota y mágica ciencia, transmitida desde los albores de la historia, obligada a inexplicable desaparición, castigo de los seudoentendidos gobernantes, forjados en modernas bibliotecas.
Menos mal que aún nos queda la pureza de la caza a mano con nuestro compañero de batallas; el hecho de disfrutar del rastreo y la muestra pétrea del asociado. Las pocas jornadas de consuelo fue una historia arraigada en nuestras carnes, estampas preciosas que pasarán al álbum de los recuerdos interminables de los, como yo, coleccionistas de sensaciones.
La media veda es media vida!